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El doctor Lainez #relatosdeverano

Era increíble. Los vecinos del pequeño pueblo costero aun no se hacían a la idea de que el doctor Lainez ya no estuviera entre ellos. Lo fatal de su despedida no lo había hecho más fácil. Que apareciera ahorcado con su propio fonendo era sólo un detalle curioso que daría de qué hablar durante algunas semanas en la pescadería, que no era sino la barca del pescador a pie de playa, o en la puerta de Lucas el panadero quien, pese a levantarse a las 2 de la mañana y acostarse a las 5 de la tarde, estaba siempre al corriente de todo lo que ocurría.

El doctor Lainez pasaba consulta en la aldea los martes y los jueves de ocho y media a diez y cuarto. Era tiempo más que suficiente para atender a las personas que solían ir a consultarle. Bueno, realmente, a las ocho y media lo que hacía era llegar, soltar el maletín y colgar una amarillenta hoja de cuadritos con la nota “estoy desayunando, vuelvo en 5 minutos” que habitualmente adornaba la puerta hasta pasadas las nueve. La verdad es que nadie nunca consiguió ver al doctor Lainez poniendo el cartel a esa hora. Se rumoreaba entre chato de vino y rodaja de chacina que lo dejaba puesto al irse el día anterior. Podía ser perfectamente, nadie subía fuera del horario de consulta a la primera planta para ver si el cartel estaba o no colgado. Porque sí, la consulta del doctor Lainez estaba en la primera planta de una casa de la aldea. Al principio fue porque en la planta baja estaba el carpintero del pueblo quien además de alguna mesa de camilla o de reparar algún apero de labranza, fabricaba los ataúdes de los vecinos que emigraban definitivamente de la aldea. Solía decirse que, cuando estabas enfermo ir a esa casa era lo ideal: Si tenías arreglo a la primera planta, si no lo tenías, a la planta baja. Cuando la carpintería cerró, cuando el carpintero emigró definitivamente, las cosas no cambiaron. Manolo el carpintero dijo una tarde en la tasca “creo que esta noche me muero”, y dicho y hecho, esa noche se acostó en uno de sus ataúdes y al día siguiente lo encontraron con una nota donde dejaba en herencia la carpintería a su vecino de arriba, el doctor Lainez. Él había sido siempre alguien muy organizado y de palabra. Pues, como decía, pese a que la planta baja estuvo disponible ya, el doctor Lainez jamás cambió de planta la consulta. Decía que era por tradición, pero cuando se le soltaba la lengua en la tasca después de varios chatos y alguna copa de Castellana que a veces le retenían allí hasta pasadas las doce, decía que era una prueba de sufrimiento, “quien esté realmente enfermo hará el esfuerzo de subir a verme, si estoy en la planta baja es capaz de entrar cualquiera por cualquier tontería”. Gracias a ello, presumía de tener a los ancianos más sanos de la comarca. Los datos eran incontestables. Ninguna visita de ancianos en veinte años pasando consulta.

Todos los vecinos le tenían un gran respeto y nadie iba nunca salvo que fuera imprescindible. No se debía molestar al doctor si no se estaba realmente grave. Ante la duda, mejor infartarse que molestar. Y además, como rezaba un azulejo que estaba junto a la camilla de la consulta, “Si está de Dios, no es cuestión de llevarle la contraria”. Y es que el doctor Lainez era muy religioso. Era un hombre devoto de Dios. De hecho, su compañero de chatos y aguardientes era siempre don Jacinto, el cura.

Los vecinos sabían perfectamente cómo era una consulta con el doctor Lainez. Llegabas a la consulta y evitabas sentarte salvo que expresamente él te lo indicara, algo que jamás hacía. “La consulta no es un sitio donde estar cómodos”. Te recibía con un silencio, con semblante serio y amarillenta bata y, sin dejar de mirar el periódico y dando una calada a su cigarro, esperaba a que empezaras a contarle qué te ocurría. Al cabo de no más de veinte segundos, y ahí era donde demostraba su alto dominio de la ciencia, sin necesidad de hacerte pregunta alguna ni por supuesto de tener que explorarte, jamás uso la camilla salvo para dormir un poco antes de coger el coche si se había prolongado mucho la tertulia religiosa con don Jacinto, sabía perfectamente lo que te ocurría. Te recetaba varias medicaciones, nunca menos de cuatro, y volvía a su periódico.

Sí, fumaba durante la consulta. El doctor Lainez tenía claro que como médico debía ser guía pero no ejemplo. Además, para él el tabaco no era un vicio o droga sino un instrumento médico que le servía para evitar los malos olores que los enfermos suelen desprender algo que aprendió de los médicos que atendían en las leproserías. Además de gran médico era excepcionalmente culto.

Todos respetaban al doctor Lainez. Eran muy afortunados de que alguien culto, religioso y una eminencia de la ciencia se rebajara a perder su tiempo en su humilde aldea. Alguna vez incluso visitó a algún vecino a domicilio. Lógicamente era algo excepcional y siempre aceptando la voluntad por parte del paciente para agradecer esa generosidad. Hubo un tiempo que visitó a diario a una vecina del pueblo joven y bien parecida, incluso vino algún día expresamente a la aldea sólo a verla a ella. Tenía problemas para quedar en cinta y él recomendó reposo en cama “para que el cigoto se implante por gravedad” y exploraciones repetidas. Estuvo acudiendo allí hasta que finalmente quedó en estado. Fue algo muy aplaudido en el pueblo, sobretodo porque el doctor Lainez lo consiguió pese a estar el novio de la chica haciendo la mili en Cuenca. La chica nunca quiso desvelar cómo lo hizo.

Por eso y otras muchas cosas que podrían relatarse, la aldea se sintió huérfana con la inesperada marcha del doctor Lainez. Cómo iban a poder reemplazar a alguien de su valía…

“Product System Alert”

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Tenía mucho miedo. De hecho, aunque disfrutaba de las películas de catástrofes como una forma fácil de evadirse, las de incendios no las soportaba. Recordaba perfectamente como lloró de angustia cuando vio “El coloso en llamas” siendo sólo una niña con poco más de 7 años. El fuego era uno de sus grandes miedos.

Así que decidió que iba a hacer todo lo que estuviera en su mano para evitar que eso le ocurriera. Pensar que su casa pudiera salir ardiendo era una de las pesadillas más repetitivas y angustiosas que tenía desde que independizó al irse a estudiar a la capital y entró en aquel pequeño apartamento en el que la cama era el sofá y la encimera de la cocina hacía las veces de mesa de estudio.

Se acercó a una casa especializada en alarmas anti-incendios. “Allí tienen que tener seguro lo que me hace falta”. De hecho, había visto varios anuncios en televisión y recordaba el mensaje pegadizo que repetían en la radio por la mañana “si no quieres arder, ‘Product System Alert’ debes poner”. Hasta campañas patrocinadas por el ministerio recomendaban no olvidar la importancia de poner alarmas para prevenir los incendios.

Al llegar a la tienda, notó cierta resistencia en el dependiente a la hora de venderle el sistema, le decía que la alarma no era demasiado buena, que a veces podía activarse sin sentido. “No entiendo qué trabajo le costará darme lo que pido”, pensó. Iba decidida a poner la alarma. “Yo pago y la quiero”.

Esa misma noche la instaló. Qué sensación de paz y tranquilidad. Fue la primera vez que durmió tan profundamente desde hacía meses. La alarma era pequeña, casi no se veía y, lo que se alcanzaba a ver era hasta “chic”. Pero lo más importante, estaba directamente conectada con la central de bomberos de modo que, ante la mínima sospecha, se activaba su aviso y llegaban sin que ni siquiera ella tuviera que hacer nada. Si no estaba en casa, recibía un mensaje al móvil informándole de la incidencia.

Al cabo de una semana, sólo de una semana, supo hasta qué punto había acertado con esa decisión. Estaba atendiendo a Rosa, una clienta de esas que te exaspera con sólo aparecer por la puerta y, de repente, le vibró el móvil. Pensó que sería su chico, estaba buscando vuelos para una escapada romántica a Croacia y le iba a avisar con lo que encontrara. Al leer la pantalla le dio un vuelco el corazón “ALARMA ACTIVADA. PODRÍA HABER FUEGO EN SU VIVIENDA. ALERTADO SERVICIO DE BOMBEROS”. Dejó a Rosa con la palabra en la boca, algo que por otra parte deseaba hacer desde hacía años, y salió corriendo para casa. No recuerda haber visto semáforos y en el camino había no menos de catorce. Al llegar, respiró tranquila. Los bomberos estaban en la puerta del bloque y su actitud desvelaba que nada malo había ocurrido. “Tranquila señora (lo de que le llamaran señora era algo que la superaba, tenía 37 años pero se sentía toda una señorita, si por lo menos Carlos se decidiera a que tuvieran ya un hijo…) ha sido una falsa alarma, no ha pasado nada”. ¿Qué no ha pasado nada?, pensó ella. ¡Vaya susto me he llevado!. No he tenido un accidente de milagro. “El sistema es muy sensible, y se activa ante la mínima sospecha”, continuó el bombero, “mejor eso a que se inicie un fuego y no saberlo”. Esa noche le dio muchas vueltas al susto que había pasado, aun con un pellizco en el pecho y devorando una tarrina de helado de chocolate como ansiolítico de emergencia, pero las palabras del bombero retumbaban en su cabeza “mejor así a que se inicie un fuego y no saberlo”. Tiene toda la razón, se repitió hasta quedarse dormida.

Todo siguió bien durante algún tiempo. Hasta el viaje a Croacia. Su móvil no tenía allí datos por lo que no pudo recibir ningún mensaje. “Product System Alert” usaba una App propia, el ‘Fuagswapp’, para las notificaciones. Cuando terminaban el segundo plato en su primer almuerzo en el país recibió una llamada. Era el servicio de bomberos. Le pedían permiso para entrar en la casa. La alarma se había activado, estaban en la puerta y no podían entrar. No olían humo pero la alarma seguía activa y no podían estar seguros. “Entren, entren, hagan lo que sea necesario pero entren”. Los bomberos, hacha en mano, rompieron la puerta y entraron con presteza llevándose por delante el jarrón tailandés que le trajo una amiga cuando volvió de su loca escapada con un chico que conoció una semana antes en la misma agencia de viajes. La alarma se había activado porque ese día, pese a no haberse cumplido el cuarenta de mayo, ya se rozaban los 40º.

A su vuelta del viaje, la visión de la puerta rota y el jarrón hecho añicos le dolió especialmente. Esos destrozos, sabiendo que había sido una falsa alarma, no eran fáciles de llevar. Su novio, que hasta entonces se había mantenido al margen, le preguntó si realmente merecía la pena tener esa alarma. Desde que estaba instalada, no paraba de darles sustos. ¿Y si hay un incendio y lo perdemos todo?. Con esa pregunta dio por cerrada la discusión. Aunque no de forma indefinida…

El mes siguiente era el día de su aniversario y, lejos de gastar dinero (querían ahorrar para una nueva escapada) compraron una tabla de quesos, unas cervezas de importación y, tras degustarlos, de postre se saborearon mutuamente a la luz de las velas… Quedaron dormidos exhaustos de tanto amor. Era un sueño profundo, a lo lejos oyeron un crujido de madera que rápidamente quedó incorporado en las respectivas ensoñaciones, para ella el crujido del barco en el que viajaba al atardecer, para él acompañó sus pasos por la cabaña del bosque donde iba de niño con su padre los días de caza. Pero el plácido sueño quedó definitivamente interrumpido por un baño de espuma y polvo. Las velas activaron la alarma, los bomberos llegaron y tras entrar rompiendo la puerta por segunda vez con un crujido y golpe seco, no dudaron al ver en la noche un resplandor de llamas saliendo de la habitación y entraron a golpe de extintor.

La pareja, aún desnuda entre las sábanas revueltas, ahora bañados en polvo y espuma no salía de su asombro. Los bomberos se felicitaban unos a otros. “Si no llegamos a apagar esas velas podrían haber acabado en un gran incendio”.

Al día siguiente, cuando fueron juntos a la tienda para preguntar al vendedor si podía reajustarse la alarma para que saltara menos, éste fue bastante claro. La alarma es así y, desgraciadamente, no puede ajustarse. Por eso, él no le aconsejaba en su día comprarla. “Mire”, le dijo, “el otro día no me dio usted opción de explicarle. Se han hecho pruebas serias con esta alarma. Se ha comparado lo ocurrido en 1000 casas sin alarma y 1000 con alarma a lo largo de 10 años. En 8 casas de cada grupo, ha habido incendios graves. Es decir, no se ha logrado evitar ninguno”. “¿Cómo puede ser eso?”, le preguntaron. “Cuando un incendio importante se desencadena, aunque la alarma se active, la llegada de los bomberos no es con la antelación necesaria para controlarlo antes de que los daños sean importante… Pero además, de las casas con alarma, en 200 ha habido falsos avisos a los dueños con el lógico susto, en 37 se ha llegado a romper la puerta para entrar sin haber fuego y en 12 se ha llegado a bañar a los dueños en polvo y espuma aunque les cueste creerlo”. Ellos se miraron, claro que podían creerlo. Lo que no podían creer es que la alarma siguiera a la venta.

Dejaron allí la alarma y se fueron caminando…

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¿Y tú? ¿Pondrías una alarma como esa en tu casa que no sirve para prevenir lo que pretende prevenir?. Pues plantéate lo mismo con las pruebas diagnósticas médicas. En ese caso, los daños no serán en la puerta de la vivienda sino en tu propio cuerpo.


Mira el pajarito

@FernandoFabiani

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